Foto tomada de: www.poveda.edu.ar
(Hoy necesitaba hacer una pequeña entrada distinta, por pura necesidad de contradecirme y porque este blog no tiene más pretensión que la de compartir y dialogar, y hoy necesitaba compartir lo profundo).
El libro me gustó, pero la primera reacción que tuve fue de extrañeza por el punto de vista que se desarrolla en torno a la idea de “la domesticación”. Para el Principito esa realidad es igual a crear lazos profundos entre los seres. A mí personalmente la domesticación me recordaba a aquella vecina anciana que tenía un pequeño caniche al que vestía con ridículos trajes que a mi modo de ver le robaban al perro su alma de perro y lo convertían en una triste caricatura de un ser humano. También porque reconocía en muchos adultos ese mismo afán por la domesticación de los niños, o lo que es lo mismo el amor condicional: si haces esto te quiero y si no lo haces te dejo abandonado en la más profunda de las indiferencias. Algo que producía asfixia, miedo, desconfianza en uno mismo y profunda tristeza. Vamos, que a esa edad incierta que no se datar, me daba perfecta cuenta del rollo que se traían entre manos algunos adultos y que era tratar de convertir a los niños en una copia a su imagen y semejanza a través del chantaje del afecto y del cariño. Afortunadamente en mi vida de niño encontré a muchos adultos que no tenían ese afán, que sencillamente me enseñaban a ser sin adoctrinamiento. A su lado sentía que a uno con todos los respetos le dejaban ser, y al hacerlo como si uno tuviera ya un espacio propio a su lado. La profunda sensación de que pensar, sentir y hacer lo que nacía dentro de uno mismo fuese muy importante, como un pequeño tesoro escondido. La infancia es también la edad de la mayéutica, es decir, del diálogo, de las muchas preguntas que llevaban a múltiples hallazgos cuando la vida está por descubrir. Y la posibilidad de diálogo era mi manera de conocer el rollo de muchos adultos, pues los había que no dialogaban sencillamente tenían un catecismo, su catecismo esperándote con cara de pocos amigos y sin posibilidad de preguntas o dudas, y tú tenías que ponerte su corsé (y tenían corsés hasta para ballenas) o su mordaza y darles las gracias. Desde entonces desconfío de los salvadores de almas, de patrias, de los pobres, de los benefactores únicos que dedican todos sus esfuerzos para el Bien (con mayúscula) de
Pero vuelvo al libro. Mi fascinación vino por la rosa, pues me parecía un misterio escondido en el libro. Por mucho que en el colegio me aprendiera aquella cantinela de cáliz, corola, estambres y pistilos… A mi modo de ver no explicaba la belleza sencilla de todas las rosas y del resto de las flores. Esa belleza era para mí el umbral de otra realidad que nadie explicaba y que despertaba intensas emociones acrecentadas por la imaginación de un niño. Las hortensias me parecían pequeños planetas de colores atenuados, y las camelias un surtidor salvaje que dejaba un rastro, un camino secreto que dibujaba el viento al extender sus pétalos.
El misterio de la rosa se hizo más grande y no sólo porque una de las chicas que más me gustaba se llamara así, desde que jugando a los adultos me dio un beso en una mejilla que encendió mi imaginación y también me trajo un profundo desengaño (¿las espinas de la rosa? ¿El placer y el dolor pertenecen a la misma realidad?) Pues a Rosa le gustaban más los niños de cursos superiores, más formados y más adultos. Aquella experiencia me dejó la sensación de que todo amor encierra algo de imposible pero me sentía feliz pese a todo por sentir todas aquellas emociones nacer en mí. A fin de cuentas lo imposible que nos habita sacaba a relucir lo mejor de nosotros mismos y eso ya de por sí me parecía un milagro sin necesidad de demostración.
Pero volvamos al asunto. Corrijo mi tendencia a divagar delante de un papel en blanco.
Entonces no caí en la cuenta de toda esa pléyade de de personajes que vivían en el mundo de El Principito pero en planetas separados. Sencillamente algunos de ellos me recordaban a adultos concretos, especialmente el hombre de negocios o el bebedor. Entonces no comprendí ni me pregunté qué podían significar, pero sentía una profunda extrañeza, me daba cuenta de su profunda soledad de islas entre el infinito, de sus razones que no explicaban en el fondo su manera de ser.
Es hoy cuando ya adulto puedo contestarme. Ahora sé por propia experiencia pues me hallo convertido en un adulto que vive seguramente en un asteroide simbólico. Y reconozco desde esa circunstancia que la adultez también está plagada de alienaciones.
Sí, la adultez está plagada de trampas, pues en muchas ocasiones parece estar vacía de lo más fundamental y que nos da sentido, me refiero al ejercicio de la libertad personal, al propio sentido que damos a nuestro existir y a nosotros mismos. Compromisos sociales que nos vacían, la pulsión de la riqueza (y del consumo) es un robo contra el espíritu y contra la vida (¿alguien todavía se cree que el consumo al que estamos habituados es ilimitado, como si el planeta fuera una teta de contenido inagotable?). El doble juego entre lo que pensamos y sentimos en lo profundo, y lo que representamos en la realidad social. Ser no ya lo que somos un misterio inasible, un camino único e irrepetible, sino definirnos hasta en una conversación trivial de lo que tenemos en propiedad incluida nuestra pareja (aunque la relación lleve sin funcionar hace tiempo, eso parece ser lo menos importante). El “realismo” de nuestros planteamientos defendido con intolerancia frente a las posibilidades no vividas de nuestra propia vida o de la vida de los demás, negación de nuestro propio dudar y cuestionar. Ese llamar “depresión” a todo experimentar nuestras propias emociones que nos apartan de la normalidad vacía, cuando en realidad son señales de algo más profundo y dan cuenta en el silencio del atropello que sucede en nuestro existir, de nuestro drama interior.
Sí, la adultez está llena de trampas y en mitad de ellas, presiento que sólo tú, Pequeño Príncipe, me salvarás. Tú que mirabas con ojos nuevos toda realidad. Tú que percibías más allá de las racionalizaciones que los adultos somos capaces de darnos y que resultan hipócritas para conservar las apariencias y la imagen poderosa de uno mismo aunque sea humo negando nuestra íntima fragilidad. Esa terrible manera de enredar la realidad y nuestras propias razones ante ella y que muchos llaman “su” sensatez.
Sé que volverás a visitarme en forma de poema. En forma de rosa a la manera en que llegan las rosas en las primaveras inesperadas. En forma de sueño hecho de extraña luz que transforma. En forma de recuerdo que impredecible retorna a la conciencia. En suceso extraordinario porque sencillamente tocará en un silencio clamoroso la urdimbre de nuestra propia historia, su sentido, dialogando con el fondo misterioso de nuestra propia vida única, como si fuera la mano misteriosa que toca las cuerdas de nuestro corazón y despierta la música dormida que siempre fuimos.
Porque sé que volverás, querido Principito, a visitarme. He de decirte que he querido construir un asteroide distinto. Donde soy consciente de que existir es construir un sentido con materiales precarios: La existencia no es un cheque en blanco; un cuerpo que envejece; un tener que ganarse el pan adulto vendiendo el tiempo al mejor postor en trabajos sin sentido (dicen que el contrato laboral es la suprema manifestación de la libertad personal); lo intraducible de nuestra vida que llamamos soledad; la incomunicación afectiva, auténtica peste de nuestro tiempo; una realidad que respiro que muchas veces no tiene nada de respirable ni de amable y resulta opaca y árida, y nos cierra las puertas y nos deja muchas veces maltrechos.
He de decirte que aprendí de ti que quiero vivir siendo fiel al sentido que quiero imprimir a mi propia vida. Sí, vivir como si se tratara de una obra de arte, una obra invisible, vulnerable, abierta, construida contra el tiempo, contra toda negación de nuestro ser en el pairo de todo lo que nos ocurre. Pues sé que sólo eso me salvará al final de mis días de la angustia de no haber vivido realmente como hubiese querido, habiendo delegado mi existir en sus circunstancias arbitrarias, en el miedo de ser, en el conformismo, en el cerrar los ojos para no ver lo que estaba viendo.