22 mayo 2009

Un músico en la sombra




Después de largos encuentros y días acariciando su cuerpo con tus manos suaves, cálidas y lentas, llenas de emoción y estremecimiento fuiste comprendiendo que hay una música en la sombra, una melodía en el silencio. La acariciabas y ella a ti. Os sentíais como dos instrumentos vivos en vuestras manos capaces de una sinfonía luminosa, una pequeña aurora en mitad de la penumbra en una habitación perdida.

Tocar la piel era tocar el alma y tocar el alma era reverenciar una vida, hacerla despertar, brotar, sentirla adueñarse del tiempo. Sonoridad de gemidos y arpegios, silencios vivos porque la piel es la metáfora de las entrañas, las cuerdas de un arpa oscura que unas manos acarician. Piel, límite y envoltura, espacio de la espera y esperanza, extraño lugar donde vive el ansia del otro. Orilla abierta y labrada en noches y días de soledad y que espera su despertar cuando se pose una mano que producirá un extraño sobrecogimiento y entonces se cumplirá el ser extrañamente devuelto a uno mismo porque alguien ha abierto una verja de un jardín olvidado donde nos encontramos siendo el sonido que nos conduce a la fuente donde brota lo vivo. Piel, límite, cerradura sin llave que abre una caricia real o simbólica. Llevas en la piel el molde de una mano que aún no has sentido y que encontrará allí su destino realizado. Eres como algunas esculturas que parecen entrañar un vacío que es un lugar para el otro capaz de culminarnos.

Entonces el mundo cobraba una dimensión nueva. El mundo, lugar de esa música escondida que habías empezado a oír. Era música la canción de los amantes, el lamento de los solos, la sencilla amistad con su blancura de inocencia. El vacío de algunas vidas. El mundo era también una sinfonía en la levedad donde el rocío del alba temblaba como temblaba el cuerpo en su inmensa fragilidad. Había una sinfonía que el bosque tocaba en tus entrañas, como las luces de aquel café que sumergían la estancia en una semioscuridad que acrecentaban la impresión que la decoración te provocaba. Aquel café que te recordaba a ese otro espacio vital que son los sueños con su olor a incienso, con su tapicería roja, desgastada y manchada que le daba un cierto aire de viejo vagón de tren que parecía llevarte a otros paisajes que podían palparse en su invisibilidad.

Y así descubriste que acariciar otra vida, tan valiosa como la tuya, tan lastrada como la tuya, es haber cumplido un extraño destino que te llenaba de alegría, y la alegría es también una canción que bailan las flores en una plaza soleada de domingo, en el abrigo de la amistad y del encuentro. Alegría, pájaros que surcaban el cielo en su belleza inconsciente.

Sí, hay un músico en la sombra y en el silencio, capaz de hacernos brotar las mejores notas de una melodía única e inesperada. Porque habías descubierto como quien descubre un misterio que no sólo podías hacer una extraña música sino también oírla mirando unos ojos, un semblante. Que todo lo que está vivo de verdad era pura música. Comprendiste que el destino de los hombres es que no se cumplan sus deseos, estando cercados y maltrechos pero que sí se cumplían sus caricias y las caricias podían viajar en el tiempo, podían viajar al pasado y desatar a un ser menesteroso terriblemente herido, podían liberar a los esclavos, cambiar el destino, vencer al miedo, dar la libertad y viajar al futuro aunque ya no estuviéramos presentes en él, quedar allí como una ofrenda sin nombre. Te lo decía tu memoria de lo vivo porque estaba llena de caricias y tu memoria de lo terrible.

Y entonces ¿dónde ocurría la vida que importaba, esa capaz de hacernos renacer una y mil veces? -te preguntabas- y buscabas anhelante esa orilla donde la vida puede ser un pequeño dios que nos salvará de la orfandad de otros dioses. Un pequeño dios que nos salvara incluso de nosotros mismos, porque era encuentro con lo que no somos. Ese encuentro que no es la supremacía de uno o de otro, ni el juicio ni el desprecio. No es adueñarse del otro ni aprovecharse de él. Demasiados altares de sacrificio en las historias personales y colectivas.

Esa orilla anhelada estaba aquí y ahora, presentías que no había que ir muy lejos, ni embarcarse en aventuras que eran en realidad una huída. Presentías que esa orilla era frágil, pero allí tenia lugar la música de lo mestizo, un lugar donde se escribe una partitura capaz de una alquimia tal. En realidad habías buscado esa orilla toda tu vida sin saberlo y tu vida sería una entrega a esa orilla anhelada.